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La crisis económica se ha llevado por delante en España un total de 212.610 empresas desde que se inició en 2008 hasta el cierre del ejercicio 2011, según el Directorio Central de Empresas (DIRCE) del Instituto Nacional de Estadística (INE). El número de empresas censadas asciende hasta 3.246.986, de las cuales, el 99,88% son pymes (entre 0 y 249 trabajadores).

La mayor parte de las empresas que han cerrado sus puertas corresponde a pequeñas y medianas empresas, un formato que está mostrando una mayor fragilidad ante la embestida de la dura coyuntura económica que está atravesando nuestro país.

Además, es previsible que si siguen decreciendo las ventas del comercio minorista, que acumulan 22 meses consecutivos de caída, más de 75.000 pequeñas empresas se sumen a la lista de cierres durante 2012, según la Confederación Española de Comercio.

El escenario en el que se sitúan las pymes no puede ser más desalentador, dado que a la baja demanda hay que sumar la liberalización de horarios comerciales, la subida de impuestos, la escasa financiación y el casi abandono por parte de la Administración como consecuencia de los continuos recortes y la falta de medidas para dinamizar este formato empresarial.

Ante este panorama, muchos pequeños y medianos empresarios están optando por “cerrar la persiana y salir corriendo”. En cierta medida, me recuerda el pasaje en el que San Pedro, huyendo temeroso de Roma para esquivar la persecución que inició el emperador romano Nerón contra los cristianos, se encontró a Jesucristo, a quien le preguntó Quo vadis Domine? (¿A dónde vas Señor?). Después de explicarle los motivos de su huida, Jesús le convenció para volver y enfrentarse a los romanos. El final todos lo conocemos. Lo importante en que regresó y se enfrentó a su destino con entereza y valor.

En este caso, la pregunta iría dirigida a los sufridos y castigados empresarios, Quo vadis pyme?

Quien no ha oído hablar a sus padres o a sus abuelos acerca de las penurias de la postguerra. Siempre me ha llamado poderosamente la atención la cartilla de racionamiento con la que el gobierno de la posguerra española trataba de combatir la escasez de alimentos, distribuyendo sistemáticamente los alimentos de primera necesidad entre la población.

Entre 1939 y 1952, la popular cartilla de racionamiento y su colección de cupones establecían las raciones diarias o semanales de alimentos básicos como la leche, el agua, patatas, legumbres, azúcar, etc. que se podían obtener en las tiendas, economatos o cooperativas de la localidad donde estaba inscrita la cartilla. Fueron años de hambre y miseria.

Aunque no todo el mundo sufrió esa crisis del mismo modo. Fueron también tiempos de abusos y fraude, en los que los oportunistas del momento encontraron la ocasión de fijar precios desorbitados a los productos, proliferó el mercado negro y eran habituales las prácticas comerciales ilegales de productos sujetos a racionamiento, fenómeno al que popularmente se bautizó como estraperlo.

Lamentablemente, hoy en día, el racionamiento sigue siendo una situación habitual en guerras, catástrofes, hambrunas o en cualquier otra situación de emergencia en cualquier país del mundo. Cuando los bienes son escasos y la demanda elevada hay que distribuirlo en cantidades reducidas para garantizar que llegan a toda la población.

A pesar de todo, en nuestro mundo civilizado, hay fabricantes que se esfuerzan por ofrecer productos de comida rápida o bebidas azucaradas en formato XXL, cuyo consumo excesivo puede derivar en una nefasta alimentación, en problemas de sobrepeso y en enfermedades de diferente índole. El exceso puede ser tan perjudicial como la escasez, pero resulta siempre más inmoral.

En ocasiones, me planteo que si sigue empeorando la situación económica quizás se tenga que recurrir a una especie de cartilla de racionamiento para acceder proporcionalmente a las ventajas gratuitas que prometía hasta hace muy poco el mal llamado Estado del bienestar.

Nos hemos habituado a leer noticas relacionadas con el elevado nivel de desempleo, la congelación salarial de los funcionarios, el incremento de las retenciones en las nóminas de los trabajadores, la inminente reforma que endurecerá las condiciones del mercado laboral, la subida de casi todos los impuestos que pagamos, el encarecimiento de la energía… ¡Vivir es cada día más caro!

¿Cómo no va a hacer crash el consumo? ¿De dónde se creen que sale el dinero de las familias?

El ser humano al sentirse amenazado suele reaccionar adoptando una actitud defensiva. Si sabe que va a vencer a la situación, lucha. En caso contrario, se protege y se abandona a su destino, aunque éste sea la muerte.

Por eso, uno de los grandes efectos de la crisis ha sido el encapsulamiento de los consumidores en sus hogares. La vuelta al nido o el efecto Cocooning, tal y como se definió en los años 90 a esta tendencia, se caracteriza por la búsqueda de la protección en el hogar. Y es ahí desde donde el individuo desarrolla las actividades sociales básicas como consumir, trabajar, informarse o entretenerse.

El término inglés Cocoon significa capullo y hace referencia al envoltorio de forma ovalada en el que se encierra la larva de algunos insectos para transformarse en adulto.

El paralelismo surge porque durante los periodos de recesión, el hogar se convierte en un refugio para el consumidor, aparentemente seguro, en el que espera hasta que todo cambie para poder salir al exterior.

Internet y las nuevas tecnologías han favorecido que esta reacción primaria esté propagándose por todos los países que están padeciendo los efectos de la crisis, modificando el comportamiento social de las personas y potenciando fenómenos como el teletrabajo, las redes sociales, la venta on-line, el entretenimiento doméstico a través de dispositivos tecnológicos, la entrega de comida a domicilio o el “hágaselo usted mismo” para todos aquellos productos relacionados con el bricolaje y la decoración.

El Cocooning en la empresa

La actual coyuntura económica ha provocado que el efecto Cocooning se haya extendido también al mundo empresarial.

La crisis está desenmascarando a muchos empresarios y directivos que en el pasado se proyectaron como profesionales de éxito, impulsados por los vientos favorables de la época de bonanza.

Samuel es un empresario que se dedica a la venta de muebles y artículos de decoración.

Al comienzo de la crisis observó que sus ventas se venían abajo. Cada vez visitaban menos clientes su establecimiento. En un principio, pensó que como todas las crisis anteriores, ésta pasaría en unos meses y todo volvería a la normalidad.

Pero, en contra de sus pronósticos, cada vez dedicaba más horas a su negocio y pasaba las noches en duermevela, repasando las cuentas de su negocio y los pagos que tenía pendientes. Pronto comenzó a encontrarse muy mal, física y anímicamente.

En una visita a su médico para buscar los motivos que provocaban sus trastornos de salud, Pedro sufrió un lapsus y dijo: Doctor, no vendo, mi negocio se hunde. ¿Qué puedo hacer?

El doctor, que conocía a Samuel desde hace algunos años, se dispuso a valorar su caso, es decir, a recoger la información necesaria para identificar el problema para poder emitir su diagnóstico.