El artículo “En el nombre del marketing”, en el que analicé la interesante estrategia de marketing que la Iglesia Católica ha desarrollado desde hace más de 2.000 años, concluía acerca de la necesidad de renovar un “modelo de negocio” que está quedando obsoleto y que evoluciona a un ritmo más lento que el resto de la sociedad. La Iglesia católica tiene la imperiosa necesidad de reinventarse para adaptarse a los nuevos tiempos.
La reciente elección de un jesuíta como sucesor de Benedicto XVI puede ser el primer paso para acometer ese urgente proceso renovador.
Desde el nombramiento del Papa Francisco, del que estos días se ha cumplido un mes, se suceden las muestras de admiración por el estilo rebelde con el que el cardenal Jorge Mario Bergoglio ha asumido sus nuevas funciones al frente de la Iglesia católica. Son gestos sencillos, pero de enorme calado social, que anticipan su firme voluntad de reformar la institución y restablecer el vínculo con la sociedad, que se había ido deteriorando con el paso del tiempo como consecuencia de la rigidez y el anquilosamiento de la jerarquía eclesiástica.
El día que se cumplía un mes de pontificado, los prestigiosos diarios El País y El Mundo se referían a este hecho con titulares contundentes: “El Papa Francisco inicia su revolución” y “Las revoluciones de Francisco”, respectivamente.
La elección del nombre, asociada a San Francisco de Asís, santo de los pobres; la sencilla sotana blanca con la que se dirigió al mundo; renunciar a las comodidades del apartamento pontificio; lavar los pies el día de Jueves Santo a doce jóvenes reclusos, dos de ellos musulmanes; una comunicación clara y directa con la gente; el respeto a miembros de otras religiones y ateos; así como el nombramiento de un consejo formado por ocho cardenales de los cinco continentes para que le ayude a gobernar y a reformar la Curia Romana, denotan los principales rasgos que conforman su estilo de liderazgo: determinación, innovación, naturalidad, sencillez, austeridad, proximidad, trabajo en equipo y humildad.
Algunos bautizan este tipo de actitudes con la expresión “romper el protocolo”. Yo prefiero denominarlo “predicar con el ejemplo”.
El término protocolo hace referencia a una regla ceremonial establecida por decreto o costumbre. Proviene de la palabra griega protokollon, transformada al latín como protocollum.
En esencia, se define como un conjunto de normas, costumbres y tradiciones que se aconseja para la celebración de actos públicos y privados. Es decir, se trata de una referencia que determina el comportamiento de las personas y la forma de relacionarse, en el ámbito personal, empresarial o institucional.
Cuando el protocolo se convierte en “lo establecido” o en “las líneas rojas que no deben traspasarse”, se tiende al conservadurismo y se limita el desarrollo de aspectos fundamentales como la innovación.
Si se quiere renovar una institución, una empresa o una forma de vida, hay que empezar por romper todos los corsés que impiden el cambio. El protocolo que encadena y limita la evolución acaba siendo autodestructor de uno mismo y de quienes lo practican.
Sin embargo, si el protocolo se entiende como un instrumento que favorece el orden o el adecuado desarrollo de diferentes procedimientos, y que, además, puede adaptarse continuamente ante cualquier nueva circunstancia, entonces se convierte en un aliado perfecto para quien lo aplica, pues proporciona coherencia y favorece la organización. Es entonces cuando se convierte en una referencia o en un ejemplo a seguir.
El Papa Francisco, al igual que otros grandes líderes que “rompen habitualmente el protocolo”, son personas que siempre tienen los pies en el suelo y que, en realidad, siguen su propio protocolo, el cual viene determinado por un conjunto de principios y normas que guían cada uno de sus actos.
El principal motivo por el que despiertan admiración es porque no hacen lo que, conforme a experiencias pasadas o a su rango, se espera que hagan, sino que actúan conforme a sus creencias y al deber que ellos mismos se han impuesto.